La vida en los castillos
Inicio » Entradas » Edad Media »La Península Ibérica se caracteriza por tener una gran cantidad de castillos medievales, tanto musulmanes como cristianos, a veces levantados sobre estructuras anteriores. Se estima que llegó a haber aproximadamente unos 6000, de los cuales han llegado hasta nuestros días los restos de muchos, estando catalogados más de 2500. El paso del tiempo ha causado que algunos prácticamente hayan desaparecido, aunque otros han podido vencer el trascurrir de los siglos, superando guerras, abandonos y expolios. Son los que podemos admirar actualmente, que se pueden dividir entre los que siguen dejados a su suerte y los que han tenido procesos de restauración más o menos acertados.
Los castillos medievales tenían funciones de control territorial y de protección ante la amenaza de un ataque enemigo. Podían realizar tareas de centros administrativos de la región que controlaban, siendo en estos casos el lugar donde se recaudaban las rentas, se impartía justicia, se ejecutaba las sentencias, etc. Siempre se encontraban localizados en lugares estratégicos. Algunos estaban en el interior de una villa, que podía haber surgido más tarde en torno al castillo. Otros estaban aislados en lo alto de una montaña, que permitiese vigilar amplios territorios y a su vez que facilitase su protección no solo con las murallas de las que disponía, sino también mediante defensas naturales. A veces estaban situados en peñascos con difícil acceso incluso para sus propios habitantes.
Las murallas, junto a las defensas naturales en caso que las hubiese, rodeaban todo el recinto. Los castillos eran habitualmente de planta rectangular o ajustada a la topografía, con torres cilíndricas que protegían las esquinas. En la parte superior de las murallas estaba el adarve, una zona transitable y resguardada por almenas. A menudo, bordeando por el exterior se abría un foso para dificultar la aproximación del enemigo y que se salvaba con puentes levadizos. Dentro del castillo, la torre del homenaje era la construcción más característica y dominaba todo el conjunto. Servía como residencia del señor, ya fuera rey o noble, y cumplía las funciones más destacadas de la fortificación, albergando sus estancias principales. Tenía la posición más protegida, de forma que si en un ataque caían el resto de defensas, esta torre proporcionase un último refugio. Su entrada podía ser incluso con un puente levadizo o desde pisos elevados con escaleras que se podían retirar.
El patio de armas era el espacio central en torno al cual se articulaban las diferentes dependencias, como la armería, las naves de acuartelamiento de las tropas, los pequeños alojamientos para los trabajadores, la capilla, los almacenes, las despensas, la bodega, la cocina, los talleres, los establos, las mazmorras, etc. La piedra era el material con el que estaban realizadas la mayor parte de las estructuras, aunque algunas de estas dependencias empleaban además la madera, el ladrillo o el adobe. Podía existir un pozo de agua, pero en todos los casos había uno o más aljibes con los que disponer de agua y almacenarla para los tiempos de sequía o asedio. Eran depósitos que se excavaban en el suelo con los que aprovechar el agua de lluvia, solían ser abovedados y estaban recubiertos de una pintura impermeable llamada almagra. Cuando había fuentes de agua externas y próximas a la fortificación, o pasaba un río cerca, a veces se construía un lienzo de muralla hasta ese punto de fuera para proteger el acceso al lugar de suministro; a esta edificación se la denomina coracha. Las letrinas consistían en pequeñas instancias que disponían de aberturas a corrientes de aguas subterráneas o al exterior del castillo.
Los reyes se caracterizaban porque eran nómadas. No vivían en un lugar fijo y de hecho no solían estar en un sitio más de unas pocas semanas. Se trasladaban constantemente de castillo en castillo, con una extensa corte que podía ser de cientos de personas. Iban junto a muebles, vestidos, tapices, etc. En la fortaleza que dejaban se quedaba su población permanente junto a un retén de soldados, que lo administraban y protegían.
El castillo estaba en mantenimiento de forma constante, con reparaciones, reconstrucciones y nuevos reforzamientos. Era un hábitat autosuficiente que permitía mantener unas condiciones aceptables de subsistencia y a su vez estar razonablemente protegidos de las amenazas externas. Algunos pasaban a pertenecer a los musulmanes o cristianos, alternándose en sucesivas ocasiones según las circunstancias que iban aconteciendo. En la Edad Media se produjeron largos periodos de confrontaciones bélicas, no siendo sólo entre musulmanes y cristianos, sino entre los propios reinos de taifas musulmanes entre sí y entre los propios reinos cristianos entre sí.
Un castillo era muy difícil tomarlo por la fuerza. Quizás una de las pocas formas de poderlo conseguir era mediante un asedio a través del que se creaba un cerco que impedía salir a sus moradores. Pero era una tarea muy ardua ya que los asedios se planificaban para durar meses o incluso años. Se creaba un campamento en su entorno, atacando constantemente y esperando que los habitantes del castillo se rindiesen al quedarse sin alimentos ni agua con los que resistir. La rendición podía realizarse pactando unas condiciones aceptables para la entrega de la fortaleza a los atacantes, o lo que es peor, podía llegarse hasta el final arrasando todo su interior.
A veces se excavaban túneles hasta llegar bajo las murallas, en los que se acumulaban maderas para incendiar y debilitar la consistencia de las mismas. Los ataques con arietes para derribar la puerta principal, los intentos de invasión mediante escalas, las torres de asalto o bastidas para llegar a lo alto de las murallas y todo tipo de elementos a su alcance, como tratar de envenenar las aguas que abastecían al recinto, arrojar al interior restos humanos y animales contaminados con enfermedades para propagarlas dentro o restos descuartizados de prisioneros, contribuían a disminuir los recursos y la confianza de los sitiados. Con frecuencia había un pasadizo secreto de huida que permitía una salida en caso de no existir otra solución, aunque esto podía convertirse en un arma de doble filo si era descubierto por los atacantes.
Las distintas fortalezas a menudo se conectaban entre sí con facilidad para mejorar la capacidad de respuesta. Las murallas, que solían estar rematadas por almenas, eran muy anchas y altas para soportar los impactos de la artillería y que fuera difícil traspasar a su interior. Estos gruesos muros podían tener cierta inclinación; eran los taludes, que ofrecían mayor resistencia a los proyectiles. A lo largo de las murallas y torres había pocos vanos al exterior, siendo en forma de saeteras y troneras desde las que se podían disparar flechas y demás proyectiles. Otro elemento de defensa en los muros eran los matacanes, que consistían en balcones o espacios salientes desde donde se arrojaban materiales como piedras y principalmente agua o aceite hirviendo. Algunos castillos tenían una segunda muralla interior. Las torres, que inicialmente fueron de planta cuadrada, pasaron enseguida a tener planta redonda, ya que al no tener ángulos resultaban más resistentes a los ataques y además no dejaban ángulos muertos a la guarnición que defendía la fortaleza. La manera de entrar al castillo era habitualmente con puertas en recodo hacia la izquierda, para dejar al descubierto el lado del invasor que no estaba protegido por su escudo.
El rey o noble vivía junto a su familia en la torre del homenaje, en donde la esposa se dedicaba esencialmente a la vida familiar y el hogar. La torre del homenaje estaba dividida en varios pisos con suelos a menudo de madera. En los fríos inviernos se calentaban con el fuego de grandes chimeneas. Las paredes estaban cubiertas de tapices y los suelos de alfombras, que protegían del frío y contribuían a aumentar la imagen de prestigio y poder. Cuando llegaba la noche se recurría a los candelabros, las lámparas, las velas y las lucernas para iluminar en la oscuridad. Allí el señor tenía su centro de operaciones: recibía visitas, tenía audiencias, realizaba ceremonias, celebraba banquetes y organizaba festejos. En estos festejos participaban cantores, bailarines y músicos que utilizaban instrumentos como flautas, tambores, laúdes o bandurrias.
La alimentación se basaba en los productos que tuvieran disponibles, ya fuesen de agricultura, de ganadería, de caza, de granja o pescados de río y a veces de mar en las fortalezas cercanas a las costas. Se consumían sopas, potajes de legumbres, platos de verdura, carne o pescado, pan, frutas, frutos secos, queso, miel, etc. Y se bebía agua, vino, cerveza, mosto, aguardiente, etc. El alimento más habitual era la carne. El uso de las especias, para potenciar el sabor o disimular los alimentos de dudosa frescura, fue un recurso muy utilizado.
El mobiliario en la sala para comer se componía de una mesa de dimensiones variables, rodeada de bancos o sillas. Se utilizaban lienzos para cubrir la mesa y otros menores para cada comensal. Los utensilios básicos eran los platos de madera, cerámica o metal, también las cucharas y cuchillos de metal, y por último los vasos y copas de oro, plata, bronce o cristal. Había aguamaniles para limpiar las manos. En esta misma sala se realizaban otras actividades.
Sobre este nivel, en la torre del homenaje se situaba un piso destinado al dormitorio. Como la anterior sala, generalmente disponía de una chimenea, tapices y alfombras. Aquí había arcas destinadas a las ropas, quizás una pequeña capilla anexa o un sencillo altar para las oraciones, y el lecho. Las piezas que componían éste, que solía ser un mueble relevante, se asemejaban a las actuales: colchón, sábanas, mantas y almohada. Junto a estas estancias de la torre principal, había otras importantes como la destinada a la función de almacenaje de productos básicos y la que servía de defensa utilizada por los cuerpos de guardia que la protegían.
Los señores empleaban gran cantidad de tiempo en cacerías por los bosques cercanos. Había también juegos de torneos y justas, que solían llevarse a cabo fuera del castillo, en los que los participantes simulaban que estaban luchando. Pero también se entretenían con juegos como el ajedrez, el alquerque, que fue el origen de las damas, el mancala o los dados. También se dedicaban a la lectura de los libros, sobre todo religiosos o de caballería.
Las demás personas que vivían y trabajaban en el castillo estaban en el resto de dependencias. Eran los soldados, los criados, los artesanos y, en caso de asedio, también los campesinos. Vivían a menudo en pequeños habitáculos de madera junto a los talleres y establos. Su alimentación no era muy variada y se centraba en el pan. La vida en el castillo dependía bastante de la persona de quien se tratase. Si se era un soldado, estaba supeditado a los turnos de guardia. Si se era un trabajador, no difería mucho de la que podía tener en una aldea. Y si se era un rey o un noble, realizaba las funciones de mando y disponía de las mayores comodidades.
El frío, las sequías, el hambre o las guerras fueron algunas de las calamidades que se sufrieron durante diversas etapas de la Edad Media. Estas circunstancias afectaban a toda la población, desde los reyes y nobles de los castillos hasta los campesinos más humildes de cualquier aldea. Por lo tanto, dentro de un castillo podían padecer en determinadas épocas una vida precaria, aunque seguramente no tanto como la que soportasen fuera de él.
A partir del siglo XV comenzó a utilizarse la pólvora de forma habitual. Los primeros cañones eran estructuras muy aparatosas, complicadas de desplazar a su destino, tenían poca precisión en el tiro y una cadencia de disparo muy pequeña de incluso solo uno al día. Pero pronto mejoraron sus prestaciones y esto supuso que los castillos pasaron a mostrar gran debilidad ante los ataques externos, siendo entonces cuando empezó la pérdida de su función militar y la transformación en residencias palaciegas para reyes y nobles. El origen etimológico del nombre es la palabra latina «castellum», que significa fortaleza.