El hierro

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Pocos metales han influido tanto en el curso de la humanidad como el hierro. Este mineral es el cuarto elemento más abundante de la Tierra, constituyendo el cinco por ciento de la composición de su corteza. Los tres primeros, de mayor a menor presencia son el oxígeno, el silicio y el aluminio. El hierro revolucionó la agricultura, el comercio, la industria y la guerra. Y aún sigue siendo así. Su explotación generalizada a partir del I milenio a.C. permitió comenzar a dejar atrás los últimos rastros de tecnología prehistórica e inaugurar de lleno la era de las grandes civilizaciones. Se caracteriza por ser más duro, versátil y abundante que el cobre y el bronce, sus antecesores en la transición de la Edad de Piedra a la Edad Antigua.

El hierro ha sido un elemento crucial en el desarrollo de la agricultura al suministrar azadas, cabezas de arado u hoces tan sólidas como afiladas, lo que posibilitó cosechas más generosas con menos esfuerzo, hacer productivos suelos antes no aprovechables y ensayar nuevos cultivos. Para la guerra, permitió crear espadas y puntas de lanza más resistentes, capaces de perforar escudos, corazas y cascos enemigos. Estos progresos fomentaron, además, la artesanía y el comercio. El avance no se realizó al mismo ritmo en todas las regiones. Se trató de un proceso que se desarrolló durante siglos a diferentes velocidades en las distintas culturas. Sin embargo, una vez desencadenado, no se ha detenido hasta hoy. En la actualidad, el hierro en su forma original o enriquecida con carbono para constituir el acero, sigue siendo el metal más utilizado por el ser humano.

El hierro ya era conocido por poblaciones de tiempos remotos, pero hubo que esperar milenios para su explotación masiva. Civilizaciones como la sumeria, la egipcia o algunas arcaicas de Anatolia, en Turquía, poseían objetos de hierro durante las Edades del Cobre y del Bronce. No obstante, eran auténticas rarezas en estas culturas, que se veían limitadas a obtenerlo de meteoritos. Se carecía de la tecnología para producirlo a partir de los minerales del planeta, dado que el hierro requiere temperaturas más elevadas y un tratamiento más laborioso que el cobre y el bronce. Debido a su escasez y elevado coste, este metal se reservaba para elaborar objetos rituales y joyas. De hecho, su valor superaba al del oro.

Los hititas, habitantes de Anatolia, serían los primeros en desarrollar la primera industria siderúrgica de cierta envergadura. Ocurrió hacia mediados del II milenio a.C. A falta de evidencias concluyentes, se baraja que pudo tratarse de un hallazgo fortuito, como una mena férrica olvidada sobre un fuego que, al enfriarse, originó hierro en bruto. O, según otra teoría, de la aparición de impurezas ferrosas, aprovechadas después, en los hornos donde se trabajaban el cobre y el bronce. A finales del II milenio a.C., la diáspora hitita provocada por la invasión de los Pueblos del Mar, enigmáticos pueblos de procedencia desconocida, aceleró la implantación de este metal en Oriente Medio, al divulgarse los secretos de la herrería conforme se dispersaban sus artífices. Desde ese momento, la nueva tecnología se difundió, más o menos rápidamente, por el resto de los territorios habitados. Había nacido la Edad del Hierro.

Fue una propagación violenta, protagonizada por oleadas de guerreros mejor pertrechados gracias al hierro. Por otro lado, los que blandían armas de bronce, la aleación de cobre y estaño, se enfrentaron a una escasez paulatina de este último, lo que debilitaba todavía más su arsenal dada la menor resistencia del cobre. Pese a ello, las fases culturales representadas por el hierro y el bronce convivieron durante un largo período, pues localizar, fundir y forjar el hierro continuó entrañando mayores dificultades que las que implicaba el bronce. Hasta que, una vez generalizados sus misterios, se impuso por su mayor dureza y una abundancia que lo situó a un precio inferior al del bronce.

El método utilizado durante milenios para la elaboración del hierro fue la reducción directa. Se rodeaba el mineral, previamente machacado, con carbón de leña y con fuelles para mantener vivo el fuego e insuflar oxígeno. Tras ser precalentado de este modo, el metal era golpeado para librarlo de residuos no ferrosos. Después, en otro horno, se trabajaba al rojo vivo hasta obtener hierro esponja, un material todavía cargado de escoria que debía seguir siendo martilleado en caliente antes de conseguirse una barra de forja.

Mientras tanto, medio milenio antes de la era cristiana, en China lograban producir el primer hierro colado. Fue gracias a que el mineral local contenía mucho fósforo, lo cual le permitía fundirse a temperaturas menores que en Occidente. Junto con la carburación, consistente en el añadido de carbono al hierro al calentar la forja sobre un lecho de carbón vegetal y luego enfriarla con agua, proceso también conocido en Europa desde tiempos remotos, constituyó la base del acero más antiguo que se conoce. Los chinos en la Antigüedad y posteriormente los indios en la Edad Media elaboraron una versión primitiva del acero, pero solo ocasionalmente y en cantidades limitadas.

La incidencia política y económica del hierro puede evidenciarse por el interés que el Imperio Romano tenía en Hispania, con las minas férricas del Moncayo en Zaragoza, Cantabria y Toledo. En estos y otros centros peninsulares se extraía, depuraba, fundía y daba forma al mineral. Esto creó numerosos puestos de trabajo, no siempre realizado por mano de obra esclava, generó redes viarias para enlazar estos yacimientos con puertos y ciudades, dio pie a mercados que se convertirían en asentamientos urbanos y originó las primeras corporaciones obreras del mundo romano, cuando los hombres libres de las minas se unieron para reclamar mejores condiciones laborales. El hierro, pues, ha contribuido a cambiar el mundo desde perspectivas muy diversas.

El procesamiento del hierro se mantendría prácticamente sin modificaciones desde los hititas hasta la Edad Media. Se trataba básicamente de hierro forjado obtenido por el método de reducción directa, que producía un metal de escasa resistencia y flexibilidad comparado con el actual. Las cosas comenzaron a cambiar en el siglo XIV, cuando se popularizó en Europa la denominada fragua catalana. El sistema, capaz de generar temperaturas de unos 1.200 grados centígrados, suministraba hierro de una mejor calidad e incluso acero, aunque de bajo contenido de carbono. No obstante, hubo que esperar a un invento posterior para que ambos elementos alcanzaran su apogeo.

Las fraguas eran los lugares en donde se transformaba el hierro en herramientas o útiles. En España, hasta la primera mitad del siglo XX cada pueblo tenía su fragua, en ocasiones arrendada por el ayuntamiento, junto con algún pequeño terreno de cultivo para el sustento del herrero. Eran pequeños talleres oscuros y con escasa ventilación, situados generalmente en las salidas de los núcleos urbanos.

Las técnicas de trabajo evolucionaron muy lentamente desde la Edad Media hasta los comienzos de la industrialización. En esencia consistía en calentar el hierro, batirlo y, si era necesario, templarlo. En la primera fase, el hierro era sometido a altas temperaturas para hacerlo maleable. Los herreros sabían la temperatura adecuada para cada tipo de trabajo por el color que adquiría el metal. Cuando se alcanzaba la temperatura idónea para la forja, se comenzaba a batir el hierro, golpeándolo con el mazo y el martillo, además de cortar o estampar para darle la forma deseada. Durante este proceso, a medida que el metal se iba enfriando, era necesario volverlo a calentar para evitar que se quebrase con los golpes. Cuando la pieza lo requería se templaba; para ello se sumergía en agua fría, con el fin de que adquiriera mayor dureza. Por último, a cada objeto se le daba su acabado correspondiente: se lijaba, se afilaba o se colocaba el mango. Por esta razón, las fraguas contaban también con útiles de carpintería.

La creación del alto horno, concebido en la Inglaterra del siglo XVIII, se convertiría nada menos que en el desencadenante de la Revolución Industrial. Utilizando el coque, combustible fósil que sustituyó al carbón vegetal empleado hasta ese momento, las elevadas temperaturas de los altos hornos permitieron producir masivamente hierro colado de calidad, más fuerte y a la vez más elástico que el forjado, y, desde finales del siglo XIX, también acero en cantidad y calidad. Durante la Revolución Industrial y tras ella, primero el hierro colado y luego el acero constituyeron los elementos clave en la construcción de los puentes colgantes, los buques de vapor, los trenes y sus vías, la maquinaria textil o la estructura de los edificios.

El siglo XX recogió el testigo con nuevos avances siderúrgicos. Fue el caso del acero inoxidable, patentado durante la Primera Guerra Mundial, o poco antes, en el año 1907, del horno de arco eléctrico. Este sistema, experimentado en el siglo anterior, permitió alcanzar mayores temperaturas, 1.800 grados centígrados, y regularlas con precisión, con lo que se conseguían fundiciones óptimas a bajo coste. No obstante, su auge tuvo lugar tras las Segunda Guerra Mundial, cuando se apreció, sobre todo en una Europa en plena reconstrucción, el bajo coste de este modelo de acería respecto a su capacidad de producción. Hoy omnipresente, el “metal del cielo”, como lo llamaban los antiguos sumerios, continúa adoptando múltiples formas, como los medicamentos basados en sulfato ferroso para tratar la anemia.

 

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